108,300 o cómo no alcanzar nunca la satisfacción de ser flaca.

“108,300. Bien, son dos menos que la semana pasada y eso que me hice dos permitidos de más, que obvio no anoté en la grilla de lo que comí esta semana”. Eso anoté en un diario que estaba escribiendo cuando tenía 22 años y estaba yendo a la nutricionista.
Se van a reir pero me gusta hacer dieta. En realidad me gusta hacer cualquier cosa que implique pasos puntuales y concretos y que den resultados inmediatos. Hola ansiedad, me llamo Cinthia y estoy a dieta desde que me acuerdo. Bah, mentira. Estoy a dieta desde que el Dr. Steffer me pesó y escribió obesidad y le hizo un círculo en su consultorio de la calle Pelliza, ahí en Olivos cuando tenía 8 años. También escribió “endocrinología” que a mi me sonaba a Krill, una palabra que había aprendido estudiando el fondo del mar en Inglés particular.
No recuerdo mi peso, ni la forma real de mi cuerpo de ese momento, pero sí que me gustaba su consultorio. Siempre que teníamos que ir le pedía a mi mamá que sea esos días que él atendía en lo que para mí era su casa. En la sala de espera tenía una pecera gigante llena de peces raros, de esos que aparecen en Buscando a Nemo, y me divertía haciéndoles caras. Ese día tenía puesto un shortcito rojo que me quedaba justo arriba de las rodillas. ¿A quién se le ocurre ponerle un short rojo a una nena que es redonda? Qué se yo, seguro a mí mamá. Por suerte, porque no se me ocurre ninguna otra razón válida, nunca me hicieron bullying, así que la estaba sacando bastante barata dadas las circunstancias.
Después de este día empezó una vorágine por alcanzar el cuerpo perfecto, el que tenía que tener por mi edad y altura. La verdad es que hasta el día de hoy, son más los años que estuve a dieta, que los que no. Escuché tantas veces la expresión “sos grandota no gorda” que podría ponerle música y hacer un hit.
Fuimos con mi mamá durante todo un verano a la endocrinóloga que quedaba en Morón. Desde casa nos tomábamos el 338 en Avenida Márquez y nos dejaba a 3 cuadras. El viaje era largo y mucho más caro que otros, lo sé porque me acuerdo de mi mamá quejarse por juntar las monedas para el colectivo. No me acuerdo el nombre de esa doctora. Sí que a ella le gustaba el rojo también porque usaba faldas, blusas y sacos de ese color. Era bajita, tenía el pelo corto y de esos anteojos rectangulares muy chiquitos, siempre tuve dudas de cómo hacía para poder ver bien por ahí. No me sonreía y me miraba como sobrándome, como si ella supiera cosas que yo no. Me hablaba como si yo estuviese mal “vas a tener que hacer un esfuerzo y comer cosas que no te van a gustar”. No fue muy larga la primera consulta: me pesó, me midió, me mandó a hacerme estudios y me dio una dieta, una súper restrictiva.
Si les soy sincera no sabía bien qué hacía ahí. Tenía claro que mi forma era distinta a la de la mayoría de mis compañeras pero no creo que fuese algo que me importara en esa época. De hecho, mientras escribo esto, estoy mirando una foto del día que tomé mi primera comunión y tenía puesto un vestido blanco. Recuerdo que me sentía hermosa, ningún problema con estándares de belleza o complejos por mi cuerpo.
Nunca tuve problemas con la comida, de hecho nunca le había prestado tanta atención hasta que empecé a hacer dieta. Comía lo que me gustaba, lo que me cocinaba mi mamá en mi casa. Comía casi de todo, porque me habían enseñado a que no podía andar diciendo que las cosas no me gustaban en casas ajenas, así que tenía una alimentación bastante variada.
Hacer dieta te vuelve un obsesivo de la comida y de las calorías, y de qué vas a comer ahora, en el futuro y siempre. Mi ansiedad la estaba pasando bomba porque se veía alimentada de actividades que la hacían crecer a raudales.
A partir de mi primera dieta empezaron a aparecer frases como: “No podés comer eso.” Desde ese momento, descubrí que a la gente le encanta opinar y hablar de lo que comen los demás.
Mi mamá estaba obsesionada con la belleza, con la forma de mi cuerpo en comparación a otras chicas y con la comida. Creo que tener una hija gorda fue lo peor que le pasó. Yo se igual que la posta era que se preocupaba por mi salud. Pero yo estaba bien, mamá. Creo que también pensaba que si era gorda nadie me iba a querer, o que no me iba a casar nunca o tener hijos. Tenía miedo y es totalmente entendible: el panorama para una persona gorda no es el más alentador.

Ilustración por: http://chuwenjie.tumblr.com/

Era la mejor en natación y en voley, competía y ganaba torneos. En Inglés particular salí mejor alumna durante seis años seguidos. En el Colegio también me iba muy bien. Me pongo a pensar en la cantidad de cosas que soy y que siempre fui, pero no importaba: nada nunca fue tan importante como ser linda y flaca. Que podía ser la mejor en todo, pero que si seguía siendo gorda no iba a estar conforme nunca. Eso es lo que aprendí y lo que me enseñaron durante toda mi vida. ¿Cómo puedo hoy seguir siendo cómplice de la industria que arruinó los mejores años de mi vida?
Para mis 12 años ya pesaba mejor: algo de 60 kilos y hacía mucho deporte. Como ya para esa época media 1.70 mts, aparentemente mi peso estaba bien. Me gustaba un poco que me dijeran lo linda que estaba. Lo cierto es que de todas las veces que bajé de peso nunca me sentí flaca, nunca sentí que fuera suficiente. Dicen que te la tenés que creer para que sea cierto. Puede ser. Yo no creí nada de esto, por eso volví a aumentar.
Así es mi vida desde entonces, ir a la nutricionista cada tanto, dejar, comer, no comer, obsesionarme con tener la forma del cuerpo de otra persona que no soy yo y que tal vez ni conozco. Ponerme ropa que no me entra, hacer cosas que la gente pesada no podemos hacer por una cuestión de gravedad, comer sano, comer mal, comer poco, mucho, nada.
La adolescencia fue todo un mundo aparte que no sé si quiero tocar ahora. Todos mis problemas se concentraban en mi casa. Afuera nadie creía que yo comía mucho o que no iba a poder hacer cosas por mi cuerpo. De hecho mis docentes, mis amigos y “los demás” no me juzgaban tanto como mis papás. Yo sé que me querían y que probablemente “lo hacían por mi bien” (otra de las frases que podría incluir en el hit) pero lo cierto era que estaba acumulando una serie de frases y dichos que, aparentemente, yo no quería borrar y que quería recordar lo más seguido posible. No todos nos vemos de la misma manera. Me di cuenta que los que te quieren no quieren que seas gordo porque les parece que eso está mal. Entonces evitan, en su contacto con vos, hacer comentarios sobre tu cuerpo, porque no saben cómo comportarse cuando están con una persona gorda.
Mi papá en sí no me decía tantas cosas como mi mamá. En realidad, sólo deslizaba comentarios como: “a los hombres no les gustan las piernas como las tenés ahora” o “estás más flaquita ahora, ¿no?”. Porque claro, ¿qué cosa importa más que tener un cuerpo para gustarles a un varón? ¿Y si me gustaban las mujeres? ¿Y si no a todos los varones les gustan las mujeres flacas? Era chica y no pensaba en estas cosas. La verdad es que siempre tuve complejo de suficiencia: quería poder alcanzarles a todos, pero nunca me había preguntado realmente qué me alcanzaba a mí. Nunca se me ocurrió que yo tenía jurisdicción sobre mi cuerpo, que probablemente tenía que dejar de escuchar un poco a los demás, porque mi voz ya ni se sentía con todo el bullicio de los otros.
Ni en los mejores momentos, donde había bajado 30 kilos yo me sentía suficiente, porque me parecía que me seguía viendo igual que antes. Todo seguía siendo una decepción tras otra. Florencia, mi psicóloga, me dijo que era muy probable que no tuviese un problema con mi cuerpo y con mi peso en sí. Creo que nadie me había hecho notar que por ahí a mí no me importaba tanto eso, sino que para mí había cosas más importantes porque no sentía que estaba teniendo alguna limitación. Que ser flaca no tenía nada que ver con lo que significa la belleza para mí, y que probablemente tampoco quería serlo, pero nunca había tenido la chance de pensar qué quería porque bueno, me habían dicho siempre lo que tenía que hacer primero. Tampoco mis aspiraciones eran las mismas que podía llegar a tener mi mamá para mí. Estoy lejos de querer ser madre, de casarme y de querer gustarle a alguien por mi cuerpo solamente. También estoy lejos de la Cinthia del pasado, la de 22 años que pensaba que no podía ponerse una bikini en verano por el número que marcaba la balanza.

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